sábado, 2 de julio de 2022

EL ÚLTIMO BRINDIS DEL AÑO (para escribelandia):

Nací con la impostura de un ser AGRACIADO. Lucía el cariño de mis padres y hermanos como agua resplandeciente. Siempre me he sentido muy unido a ellos como tortuga a su caparazón.

Crecí en un ambiente DICHOSO y con la suerte de tener amigos de los que te sientes orgulloso.

Mis años de colegio fueron los más maravillosos que recuerdo, era muy popular en clase y todos jugaban conmigo. Además tuve los mejores profesores. Me inculcaron valores y el ansia de conocimiento, nunca estaré lo suficientemente AGRADECIDO con todos ellos.

Lo pasé mal en el instituto los primeros días hasta que conocí a uno de los más malotes, José Enrique, alias «El basto» que impuso respeto hacia mi persona. Aquellos que consideraba amigos del colegio se volvieron contra mí por culpa de envidias y celos. ¡Que ingratos! Los profesores tampoco eran santos de mi devoción exceptuando a la profesora de física y química, doña Esperanza, que me hizo adorar la asignatura.

Logré con mucho esfuerzo sacar nota para estudiar la carrera de medicina GRACIAS a no rendirme, a luchar contra mis limitaciones. Y fue un subidón que duró poco.

El perverso juego que habían estado pergeñando conmigo los médicos y especialistas me pasó factura. La medicación cambiaba pero los efectos secundarios aumentaban. No pude terminar la carrera. Pero no me rendí. Había conocido en la biblioteca a una chica de mi clase, Lucía, con la que desarrollé una GRATA amistad.

Para entonces ya iba en silla de ruedas cosa que no impidió que diéramos largos paseos. Lucía era una maravillosa conversadora y me mantenía actualizado de lo que se estaba dando en clase. Para cuando ya me quedé postrado en la cama de mi cuarto, harto ya de camas de hospitales, ella venía a darme clases particulares, charlábamos de esto y de aquello. Me mantenía vivo.

Cumplidos los 25 años, la enfermedad se me hizo cuesta arriba, había perdido completamente el control de mi cuerpo, en mis oídos retumbaban las palabras «enfermedad desconocida e incurable». Cambió mi humor. No quería comer, no quería hablar con nadie, mandé a Lucía a la mierda, maltrataba a mis padres y a mis hermanos. Solo me reconfortaba ver los álbumes de fotos de mis mejores años: echaba de menos el corsé ortopédico que llevaba en el colegio, las muletas con las que caminaba por el instituto, la silla de ruedas por los pasillos de la facultad, en general, todo lo que me proporcionó una vida soportable y no como ahora, desahuciado por los médicos, viendo como mis familiares sufren y habiéndome abandonado al ostracismo, a la morfina y para colmo llegaban las Navidades.

Nochebuena pasó sin pena ni gloria por mi hogar y me sentí triste por primera vez, ya no había rabia, no había atisbos de desesperación. En su lugar me empezaron a inundar sentimientos de GRATITUD hacia mis seres queridos porque me dieron ESPERANZA en forma de regalo de Papá Noel.

Esperaba con ilusión la Nochevieja porque iba a poder estrenar mi regalo. Y cuando llegó el día superó mis expectativas. Allí se habían reunido todo el mundo: mi familia, mis amigos del colegio, la profesora Esperanza, «El Basto», Lucía.

Abrieron mi deseado regalo, lo echaron en mi copa y con lágrimas de emoción dije un sonoro GRACIAS a modo de brindis. Bebimos mientras en la televisión sonaban los cuartos del reloj de la Puerta del Sol.

Sentí el amargo pero delicioso sabor del cianuro mientras dedicaba la mejor de mis sonrisas a todos mis seres queridos.



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