La película de su vida
Arturo
es un niño con padres veganos que quiere comer tanto y como los demás. Hoy es
su cumpleaños, así que va a invitar a todos sus amigos al cine y, lo más
importante, sin protección paterna. Ha
dibujado diferentes tarjetas de cumpleaños para todos a los que quiere ver ese
día, Sonia, Lucía y Pedro. Además, les ha especificado en ellas que deben
llevar chuches y comida chatarra (requisito importante).
La
fiesta de cumpleaños será alrededor de las 18:00, porque las películas
infantiles comienzan a esas horas, aunque, él, en realidad, tiene otros planes:
este mes estrenan una nueva película de terror que no es apta para menores de
edad, así que sería perfecta para su día especial.
A
las 17:50 la madre de Arturo llega al edificio donde se encuentra el cine, pero
no le deja solo hasta que puede ver al resto de padres llevando a sus
respectivos hijos. Con el paso de los minutos, los invitados al cumpleaños comienzan
a llegar con grandes bultos en los bolsillos. “Seguro que ni lo notan”, piensa
Arturo.
—Muy
bien, Arturo —dice la madre mientras le acaricia la coronilla—. Los padres y yo
nos vamos a la cafetería que hay en frente, así que nos veremos aquí cuando haya
terminado la película. Te he dejado el dinero en la mochila junto al móvil de
emergencia. —señala a su espalda—. Lo he dejado en silencio para que no os
moleste en la sala, así que no lo uses hasta que necesites llamarme.
—¡Adiós,
chicos! —gritan los padres casi al unísono—.
El
plan va sobre la marcha, están todos listos para, por fin, ver una película de
mayores y atiborrarse a comida basura. “Es el mejor cumpleaños de la historia”,
no deja de repetirse Arturo a sí mismo.
—4
entradas para La noche infernal, por favor.
—¿Cuántos
años tenéis, niños? —pregunta el taquillero con una sonrisa burlona—.
—Casi
cumplimos los 18, nos faltan unos meses —intenta mentir Arturo—.
—Lo
siento, pero no os puedo vender estas entradas —le ofrece los tickets
para El cisne y la tortuga en su lugar—.
—Bueno…
gracias —le da el dinero de su madre y se va enfadado a la zona de los pasillos—.
Arturo,
Sonia, Pedro y Lucía están de mala gana porque no pueden ver la película de la
que habían hablado las otras tardes en el recreo, y deciden sentarse en el
suelo junto a una de las papeleras que hay cerca de las puertas de las salas a
esperar a que termine la última sesión.
—¡No
te desanimes, hombre! —grita entusiasmado Pedro—. Tenemos muchas chuches.
—¡Eso,
eso! —asiente Sonia—. Vamos a comernos todo para que nuestros padres no se den
cuenta de los envoltorios.
—Nosotros
hemos traído un poco del bizcocho de nuestro padre, creo que es de chocolate —dice
Pedro sacando una bolsa del bolsillo de su hermana Lucía—. Tomad, hemos cogido
para cada uno.
Pasa
el tiempo y la última sesión aún no ha terminado, pero ellos, con todas las
guarrerías, prácticamente. Los minutos no avanzan y están cansados, ya no saben
qué hacer.
—Ay…
chicos, me siento muy rara —dice Sonia mientras se sujeta la cabeza—. Me estoy
mareando.
—Si…
yo también —le responde Arturo mirando al suelo para no vomitar—.
De
pronto, las puertas se abren y comienza a salir una cantidad inmensa de niños
gritando, pataleando y riendo; todos los padres están atrás con caras de
cansancio y aburrimiento.
—Venga,
chicos. Entremos —dice Lucía—.
Como
no había nadie esperando con ellos, deciden sentarse en la parte de atrás como
los mayores, así podrían hablar sin que nadie les mande callar. Sin embargo, no
parece que vaya a ser el caso, ya que no entra nadie más. Están completamente
solos.
—Chicos,
esto es muy raro, ¿por qué no hay niños? —pregunta preocupado Arturo—.
—No
lo sé, pero me estoy empezando a poner nerviosa, creo que estoy oyendo algo —dice
Lucía mirando a todas partes para averiguar de dónde procede ese ruido—.
La
sala, de repente, se pone oscura y empiezan a parecer imágenes en la gran
pantalla del fondo. Aunque, a todos les parece raro, porque las imágenes están
distorsionadas y hacen sonidos muy extraños.
—Chicos,
esto no es normal, ¿nos hemos equivocado de película? —dice Arturo desde su
butaca—.
Sin
verlo venir, se oye una gran explosión, y los chicos gritan y salen disparados
de sus asientos ante el miedo.
—¿Qué
ha sido eso? —grita sin parar Pedro—.
—¡Madre
mía, madre mía! —llora Lucía—.
En
la pantalla gigante que alumbra la sala, los niños advierten una cara arrugada
haciendo muecas que parece estar mirándolos a todos, uno a uno. Tienen mucho
miedo y quieren salir de allí, así que deciden bajar corriendo de la última
fila y marcharse por la puerta por la que han entrado.
—¡Está
cerrada! ¡No puedo abrirla! —grita sin consuelo Pedro—.
—¡Esta
también! —chilla Arturo desde la puerta del otro lado—.
Sin
saber qué hacer, se abrazan todos juntos en un rincón sin poder parar de
temblar. Es cierto que querían vivir una experiencia de mayores, pero no de
esta forma, esto ya no hace gracia. Justo cuando los 4 chicos están
desesperados y llorando debajo de las primeras butacas que se pueden apreciar
al entrar, alguien abre una de las puertas.
—¿Qué
hacéis ahí metidos? —pregunta extrañado un trabajador del cine—. Salid de ahí,
ha habido un cortocircuito y no se puede proyectar la película, avisad a
vuestros padres para la devolución del dinero y pedir disculpas.
Los
niños, asustados, echan a correr en dirección a la puerta dando un empujón
terrible a ese pobre hombre. Cuando consiguen salir de ahí, Arturo coge el
móvil de su mochila y envía un mensaje a su madre, ya que está tan asustado que
cree haberse quedado sin voz para llamar.
A
los diez minutos, llegan todos los padres sin entender por qué les habían
avisado tan rápido, y comienzan a hablar con quien les había abierto la puerta
de la sala de cine. Arturo, Sonia, Lucía y Pedro, mientras tanto, se abrazan
entre ellos aliviados de haber podido salir de aquel terrible sitio.
Esa
misma noche, todos se van a dormir a las camas de sus padres, están demasiado
aterrorizados por ese cumpleaños; nunca más volverán a intentar ver una
película de mayores, es demasiado peligroso.
—Nena,
¿puedes venir a la cocina? —pregunta desde la estantería de los dulces el padre
de Pedro y Lucía—.
—Sí,
dime, cielo —le responde sonriendo la madre—.
—¿Te
has comido tú el último trozo del bizcocho de maría que hizo mi primo?
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